La sensación de incomodidad siempre se palpa en el ambiente. Basta con que una buena conversación del tiempo o de cosas triviales sea atacada por los nubarrones de la discusión polítca. El horror se adueña de las caras y el silencio se lleva las voces de los participantes de la oratoria. Y se escuchan frases de sorda reproducción como: “No hablemos de política porque siempre es para lío” o “La política es sucia, por lo cual yo no me meto”. Una fórmula socialmente aceptada para justificar la inacción social y las pocas ganas por contribuir a mejorar algo que pertenece a cada uno de los habitantes de una sociedad. Una especie de letargo sin fin a la espera de soluciones externas a problemas propios.
La sensación de la sociedad adormecida se palpa en cualquier parte. Anibal Ford lo describía de manera exacta cuando hablaba de que “los argentinos nos pasamos el tiempo discutiendo en los bares sobre si teníamos o no las avenidas más ancha y más larga, en lugar de darle espacio a los debates que necesitábamos como sociedad y los que nos hubieran ayudado a crecer”. Tal cual la descripción de este mal del avestruz, pero tan bien utilizado por gobiernos de turnos para desviar la atención hacia prácticas sociales adormecedoras, cuando por ese otro lado se cerraban negocios de dudosa popularidad en el seno del poder.
Sin embargo el descrédito hacia lo político ha llegado a situaciones tan terribles como la demonización de los cuadros políticos en formación. Cualquier militante juvenil de un partido político es visto como la carne de cañón de algún hombre que busca realizar sus intereses espúreos mediante esas pobres víctimas. Se lo margina y no se le permite comentar el trabajo realizado o las ideas que flamean en ese cerebro que piensa y que también está enrolado bajo una bandera partidaria.
El contexto donde se ubica a las organizaciones de masas populares también lleva una figuración social histórica. Una suerte de descalificación pseudointelectual hacia este tipo de militancia por no considerarlos lo suficientemente inteligentes para no ser manejados. Historicamente obedece a la tradición argentina de las clases altas ilustradas que vieron con terror cuando esa horda de trabajadores tomaba las calles para una protesta o la comunicación en Plaza de Mayo con sus líderes, en ese momento encarnados en Juan Domingo Perón y Eva Perón. Esas formas despectivas se transformaron en los denominados piqueteros que, dicen desde las clases medias, se movilizan por las promesas de ayuda monetaria antes que por valores o ideología.
Muchos pensadores abordaron esta idiosincracia, pero nadie como Arturo Jauretche que los bautizó como el Medio Pelo Argentino. Reproductores de consignas vaciadas de contenido, postulados que solo buscan la pertenencia a una clase y la perpetuación de ella en el tiempo, palabras que no decían nada y siguen sin decir. Negación a hacer política cuando con cada movimiento, gesto o palabra que expresan se vea un acto político bien definido como representante de su grupo de pertenencia; incluso cuando se mire a otro lado o se busque una alternativa para esquivar la charla política.
La falacia de creer que lo que se manda al cajón del olvido no existe, se vuelve siempre problemático cuando esas situaciones explotan. Vivir en la falacia del 1 a 1 nos generó un 19 y 20 de Diciembre de 2001. Participar en política no es ensuciarse, está muy lejos de ello. La participación debe volver a ser asociada con las ganas de hacer un cambio que nos beneficie como sociedad. No en contra de alguien, sino a favor de todos. Esa es la consigna a aprender.
La sensación de la sociedad adormecida se palpa en cualquier parte. Anibal Ford lo describía de manera exacta cuando hablaba de que “los argentinos nos pasamos el tiempo discutiendo en los bares sobre si teníamos o no las avenidas más ancha y más larga, en lugar de darle espacio a los debates que necesitábamos como sociedad y los que nos hubieran ayudado a crecer”. Tal cual la descripción de este mal del avestruz, pero tan bien utilizado por gobiernos de turnos para desviar la atención hacia prácticas sociales adormecedoras, cuando por ese otro lado se cerraban negocios de dudosa popularidad en el seno del poder.
Sin embargo el descrédito hacia lo político ha llegado a situaciones tan terribles como la demonización de los cuadros políticos en formación. Cualquier militante juvenil de un partido político es visto como la carne de cañón de algún hombre que busca realizar sus intereses espúreos mediante esas pobres víctimas. Se lo margina y no se le permite comentar el trabajo realizado o las ideas que flamean en ese cerebro que piensa y que también está enrolado bajo una bandera partidaria.
El contexto donde se ubica a las organizaciones de masas populares también lleva una figuración social histórica. Una suerte de descalificación pseudointelectual hacia este tipo de militancia por no considerarlos lo suficientemente inteligentes para no ser manejados. Historicamente obedece a la tradición argentina de las clases altas ilustradas que vieron con terror cuando esa horda de trabajadores tomaba las calles para una protesta o la comunicación en Plaza de Mayo con sus líderes, en ese momento encarnados en Juan Domingo Perón y Eva Perón. Esas formas despectivas se transformaron en los denominados piqueteros que, dicen desde las clases medias, se movilizan por las promesas de ayuda monetaria antes que por valores o ideología.
Muchos pensadores abordaron esta idiosincracia, pero nadie como Arturo Jauretche que los bautizó como el Medio Pelo Argentino. Reproductores de consignas vaciadas de contenido, postulados que solo buscan la pertenencia a una clase y la perpetuación de ella en el tiempo, palabras que no decían nada y siguen sin decir. Negación a hacer política cuando con cada movimiento, gesto o palabra que expresan se vea un acto político bien definido como representante de su grupo de pertenencia; incluso cuando se mire a otro lado o se busque una alternativa para esquivar la charla política.
La falacia de creer que lo que se manda al cajón del olvido no existe, se vuelve siempre problemático cuando esas situaciones explotan. Vivir en la falacia del 1 a 1 nos generó un 19 y 20 de Diciembre de 2001. Participar en política no es ensuciarse, está muy lejos de ello. La participación debe volver a ser asociada con las ganas de hacer un cambio que nos beneficie como sociedad. No en contra de alguien, sino a favor de todos. Esa es la consigna a aprender.
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