sábado, 4 de abril de 2009
Raúl Ricardo
¿Cuál es el verdadero Alfonsín? Aquel presidente que a puro coraje llevó adelante el juicio a los responsables de las muertes y las desapariciones de la dictadura militar, el histórico militante de los derechos humanos que muchas dictaduras latinoamericanas tenían en la nómina de potenciales subversivos, o aquel que cedió primero ante los militares con las leyes de obediencia debida y punto final, para luego dejar su mandato en medio de una crisis económica terminal, generada políticamente o no.
Desde chico escucho distintas frases hechas que a veces pueden aplicarse. Una de ellas es que la muerte embellece el recuerdo de una persona, cosa que se puede corroborar en cada velatorio donde hasta la persona más ruin llega al calificativo de “era tan bueno”. En esta oportunidad no se puede estar fuera de ese tipo de circunstancias, porque la muerte de Raúl Alfonsín trajo aparejados muchos comentarios. Desde el casi endiosamiento de la figura que irremediablemente remite a la palabra democracia, hasta el odio de los perjudicados por la hiperinflación, la estampida del dólar y la pobreza de aquellos años.
La primera vez que vi la cara de ese señor que cruzaba las manos y sonreía, tenía tan solo 6 años de edad. Me caía simpático y en mi casa gozaba de una mejor imagen que el otro hombre de gesto adusto que competía con él hacia la presidencia. Claro, Luder mantenía muy fresca su participación en el gobierno de María Estela Martínez y de la hecatombe que produjo.
Yo también desde mi infancia lo creí un procer, un modelo a seguir; como me dijo muchos años después una amiga: “casi un abuelo”. Y a nivel nacional, las políticas de Estado hacia los Derechos Humanos (estaba todo por hacerse y por ello marcó tendencia), la vuelta de los militares a los cuarteles, el pleno estado de derecho, las libertades individuales y el Juicio a los Militares, lo acercaban al pedestal. La sensación era que con la democracia realmente se podría comer, curar y educar. Incluso la primera parte del plan Austral y las constantes intromisiones de los organismos de préstamo internacional, no llegaban a socavar la impresión de libertad y paz que rondaba la Argentina. Parecía que volvíamos a retomar un plan de país.
Semana santa de 1987 marca un hito en mi vida que nunca voy a olvidar: ese domingo fue mi primera manifestación en Plaza de Mayo. Ese día, con tan solo 10 años y de la mano de mi viejo, asistí al pico de la presidencia de Alfonsín y cómo allí empezó a dibujarse la curva descendente. Las leyes de obediencia debida y punto final, las cajas PAN como icono de corrupción y clientelismo político, los pollos de Mazorín como estandarte de la malversación de fondos públicos, la debacle económica e institucional, los paros generales, los saqueos y el estallido social hicieron que aquella esperanza se volviera desazón.
El final y la decisión de entregar el gobierno a un presidente electo por los argentinos, representaron el peor de los finales para los miles que 6 años atrás habían colmado la Plaza de Mayo sin distinción de banderas y anhelando un país distinto.
Pasaron muchos años y peores gestiones para que cerraran las heridas y se tomara real dimensión de lo que significó aquel hombre para la historia. La realidad indica que Alfonsín no nos devolvió la democracia, sino que eso fue un trabajo de todos. Lo cierto es que a los tumbos o no, las primeras características de esta nueva etapa del gobierno del pueblo tuvo mucho de él.
Se puede decir que Alfonsín no tuvo una presidencia brillante, tampoco se la puede calificar como buena en toda la dimensión de su palabra. Aunque observando las de Menem o De la Rúa, habría que revisar hacia arriba la nota. Que la historia lo juzgue y sea mucho más justa que todos nosotros en este momento de conmoción.
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