miércoles, 28 de julio de 2010
La falacia de la nueva política
Cuando el recuerdo fresco de los acontecimientos del 20 y 21 de diciembre arreciaba todavía la memoria de cada uno de los argentinos, muchos hombres comenzaban a asomar sus caras al fuero de lo político bajo un lema que hoy ya suena vetusto: La nueva política.
A la vieja imagen del hombre fuerte que había desarrollado toda su formación política dentro de la militancia de alguno de los partidos políticos, en ese momento caídos en desgracia, se le opuso un nuevo modelo de representante del pueblo venido de las altas cumbres empresariales, hombres exitosos que llegaban a la política con un modelo que en todo momento se integraban de la palabra eficiencia. Con modales fuera de lo común en los escenarios vernáculos, carisma, sonrisas y bastante desparpajo a la hora de hablar de un proyecto a presentar. De política, poco y nada. La imagen reinaba por sobre todas las cosas a la hora de ejercer el acto del sufragio.
Pero como en todos los casos existen viejos refranes que lo explican todo: “Cuidado con lo que deseas porque puede convertirse en realidad”. Y en el momento de mostrar en cargos ejecutivos o legislativos toda la honestidad, los proyectos y la eficiencia que traían de sus exitosísimas empresas, se encontraron con sus miserias y su falta de preparación para la función pública. El Estado no es una empresa, maneja otras posturas ideológicas, no todo lo que se emprende está destinado a dar ganancias y no todas las inversiones deben dar algún tipo de rédito monetario. De hecho todo lo contrario, la existencia de la obligación de la contención social, la facultad de tener que mediar entre la propiedad privada y la propiedad común, la necesidad de brindar de manera solidaria salud y educación a cualquier persona que se encuentre en su distrito, sea de donde sea, son responsabilidades inherentes al Estado.
También la participación de esta nueva generación de empresarios-políticos en el Poder Legislativo ha mostrado una nueva forma de hacer política. Desde los albores de la República quien tenía el honor de ser electo para integrar las filas del Congreso Nacional era portador de la obligación de presenciar y votar las sesiones de las leyes en el recinto como representante de quienes los habían votado. Aunque suene casi una definición para un niño de 6 años, ejercer la función de diputado o senador desde los medios y tener menos de un 30% de asistencia al recinto no es precisamente ser el portador de la representación de un grupo de votantes.
La capacidad de tener mucho poder concentrado en una empresa también puede hacer nublar la mente desde la función pública. Por un lado se debe tener en cuenta que un político brinda un servicio a la sociedad y no se sirve de ella. Y por el otro, un nuevo refrán (hoy estamos refraneros) dice: “Un hombre poderoso se asemeja al hombre que mira desde el pico de la montaña más alta: desde la altura ve a los hombres que están abajo muy pequeños, y los de abajo lo ven muy pequeño a él”. Creer que quien detenta el poder (ocasional porque el duradero lo tiene el pueblo) puede realizar cualquier tipo de maniobra sin rendirle cuentas a nadie es una visión un tanto autista y responde más a un niño caprichoso que quiere un juguete que a un representante del pueblo.
Lo que finalmente trajo el 2001 fue una renovación de algunas maneras y formas de detentar el poder y la representatividad. La participación popular comenzó a ser saludablemente más activa y los políticos tuvieron que enfrentarse a esa particular conducta que se llama “rendir cuentas de sus acciones”. Como todo emergente de la conducta social también tuvo sus desviaciones como el caso de los nuevos empresarios que se llamaron representantes de la nueva política. Ellos, criados en el autismo social de los `90, también deberán hacerlo. Aunque uno siempre puede preguntarse qué hubiera pasado con estos hombres en el poder 20 años atrás.
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